El padre de Ana narró a Jacqueline después de la guerra la historia del escondite y los campos de concentración. «Por fin se ha hecho realidad su ferviente deseo y se han visto recompensados sus esfuerzos y su larga espera», escribí a Otto Frank el 28 de junio de 1947, después de que me enviara un ejemplar de la primera edición del Diario. En el prólogo se lo comparaba con el famoso diario de Marie Bashkirtseff, Marie Bashkirtseff, una pintora que había muerto a los 25 años en 1884. ya los 14 años había comenzado un diario que eventualmente llegaría a tener miles de páginas. «Tal vez el libro de Ana llegue a ser igualmente famoso», escribí al final de la carta.
«Me llamo Ana», dijo. «Ana Frank»
Él era el padre de Ana, mi amiga de la escuela, y me envió esa primera edición. La leí de un tirón y la guardé sin volverla a ver en varios años. La lectura del libro me afectaba muchísimo y yo intentaba apartar los sentimientos que suscitaba en mí. «¡Quién hubiera pensado esto de nuestra Ana!», observó su padre cuando hablamos del diario. Aunque a mí no me sorprendió en lo más mínimo leer sus pensamientos más profundos. Éramos dos almas gemelas y coincidíamos en nuestras opiniones sobre la mayoría de las cosas.
Nos conocimos en el liceo judío, la escuela fundada en 1941 por orden del invasor alemán y a la que los nazis obligaban a ir a los alumnos judíos para separarlos de los niños no judíos. Después de mi primer día de clase, cuando volvía a mi casa en bicicleta, me alcanzó una niña pecosa, de cara afilada y cabello negro brillante, que dijo mi nombre en voz alta y me preguntó si iba en la misma dirección que ella. Le pregunté cómo se llamaba. «Me llamo Ana», dijo. «Ana Frank.»